- Bien público: no excluible y no rival; su consumo conjunto no reduce calidad ni acceso.
- Clasificación: privados, de club, públicos impuros y públicos puros; ejemplos y congestión.
- Provisión: impuestos, producción directa, compras o subvenciones; riesgo de free rider.
Hablar de bienes públicos suele generar dudas porque, en el lenguaje coloquial, tendemos a llamar “público” a todo lo que gestiona el Estado. Sin embargo, en economía el término tiene un significado muy preciso: se refiere a bienes o servicios que, por su propia naturaleza, están disponibles para cualquiera y pueden disfrutarse a la vez por muchas personas. En la práctica, su provisión y cuidado conllevan retos específicos que conviene entender con calma y sin tecnicismos innecesarios, aunque sin perder de vista la rigurosidad. La clave está en dos rasgos: no exclusión y no rivalidad, que determinan tanto su consumo como su financiación.
Aunque a menudo los preste la administración, no todo lo que ofrece el sector público encaja en esta categoría. Hay servicios de provisión pública que no son bienes públicos en sentido económico (por ejemplo, la educación o la sanidad pueden congestionarse y, por tanto, mostrar rivalidad). Distinguir entre “bien público” y “bien de provisión pública” evita confusiones y ayuda a comprender por qué algunos servicios necesitan impuestos, regulación o incentivos para sostenerse, y qué pasa cuando el mercado por sí solo no los provee en la cantidad socialmente deseable.
Definición de bien público
En economía, un bien público es aquel cuyo consumo no puede negarse a nadie y cuyo uso simultáneo por múltiples personas no reduce la cantidad ni la calidad disponible para los demás. Esto significa que son no excluibles y no rivales. Al no poder excluir a potenciales usuarios una vez que el bien existe, es difícil vincular el pago individual con el disfrute individual, lo que complica su financiación privada. Y al no haber desgaste por consumo simultáneo (en el margen relevante), múltiples individuos pueden beneficiarse a la vez sin estorbarse entre sí.
Esta definición, ampliamente aceptada en la literatura, fue desarrollada y matizada en trabajos clásicos como el de Vincent y Elinor Ostrom (1977). Su aportación subrayó que el consumo conjunto y la imposibilidad de exclusión son las piezas que encajan el rompecabezas de por qué el mercado suele “quedarse corto” a la hora de proporcionarlos.
Características fundamentales: no exclusión y no rivalidad
No exclusión
Un bien es no excluible cuando, una vez disponible, no resulta viable (o sería demasiado costoso) impedir su uso a alguien. Ejemplos canónicos son el alumbrado de una calle, la señal de un faro o la defensa nacional; si existen, todos quedan expuestos a su beneficio. La no exclusión alimenta el conocido problema del polizón o consumidor parásito: hay quien disfruta del bien pero no está dispuesto a pagar, confiando en que otros lo financien.
Como consecuencia, una empresa con ánimo de lucro tendría dificultades para cobrar selectivamente a los usuarios y recuperar su inversión. Sin un mecanismo de pago fiable o una regulación que lo permita, la provisión privada suele ser insuficiente. Este es uno de los “fallos del mercado” más estudiados en economía pública.
No rivalidad
Decimos que hay no rivalidad cuando el uso por parte de una persona no reduce la cantidad o calidad disponible para las demás. La radio o la defensa nacional ilustran bien la idea: que la escuches tú no impide que la escuche otra persona, y que un ciudadano esté protegido no perjudica la seguridad del resto. La no rivalidad permite el consumo conjunto sin merma apreciable, al menos dentro del rango habitual de usuarios.
Ahora bien, hay bienes que parecen no rivales “al principio”, pero se saturan en cuanto se masifica su uso. Una playa tranquila, una pista de atletismo o una biblioteca funcionan sin pérdida de calidad si la afluencia es moderada; con exceso de usuarios, aparece la congestión. Cuando la calidad cae con la multitud, emerge rivalidad y el bien deja de ser público “puro”.
Clasificación de los bienes según rivalidad y exclusión
Con estos dos ejes (exclusión y rivalidad), la teoría económica organiza los bienes en cuatro grandes categorías. Esta matriz ayuda a ordenar ejemplos y políticas de provisión:
- Bienes privados puros: excluibles y rivales. Su consumo por una persona impide el de otra y se puede cobrar precio (un coche, un vestido, un televisor). El mercado suele proveerlos eficientemente.
- Bienes semiprivados o de club: excluibles y no rivales (al menos hasta cierto umbral). Con una cuota o precio se controla el acceso; varios consumen a la vez sin pérdida apreciable. Ejemplos: pertenecer a un gimnasio, una asociación o plataformas como Netflix. Educación y sanidad pueden aproximarse a esta categoría cuando son de pago y con capacidad suficiente.
- Bienes públicos impuros: no excluibles pero con rivalidad en ciertos contextos, a menudo por congestión. Una carretera puede funcionar fluida hasta que aparece un atasco, momento en el que el disfrute de unos afecta al de otros. También una calle céntrica abarrotada en Navidad encaja aquí.
- Bienes públicos puros: no excluibles y no rivales en el margen de uso habitual. El alumbrado urbano, la señal de un faro o la defensa nacional son ejemplos clásicos. Su uso simultáneo no desalienta ni impide el acceso de otros.
Ejemplos explicados con detalle
La defensa nacional es quizá el ejemplo más didáctico: cuando el país se protege ante amenazas, ningún residente queda fuera, ni el amparo a unos reduce el de los demás. No hay forma práctica de excluir selectivamente ni de degradar el servicio por el mero uso. Por todo ello, su provisión suele ser pública y financiada con impuestos.
El alumbrado de una calle funciona de manera similar: una vez encendido, ilumina a quien pasa, haya contribuido o no. Los viandantes que no pagaron impuestos también se benefician. Es el típico terreno fértil para el polizón, y explica por qué el mercado privado no lo ofrecería en cantidad suficiente sin intervención.
La señal de un faro ejemplifica la no exclusión y la no rivalidad: su luz alcanza a todos los barcos cercanos y que uno la aproveche no empeora la navegación del resto. La imposibilidad de “cobrar por rayo de luz” hace difícil monetizarlo directamente, de ahí que su provisión dependa históricamente de la esfera pública o de mecanismos regulatorios específicos.
La radio es especialmente interesante porque combina la naturaleza de bien público de la señal con una provisión privada posible gracias a la regulación del espectro. Las emisoras adquieren derechos de uso de determinadas frecuencias a la autoridad competente y luego emiten libremente; cualquiera con un receptor puede sintonizar. Aunque la señal sea no excluible y no rival, la regulación permite un modelo de negocio (publicidad, licencias) que hace viable su producción.
El aire que respiramos ilustra bien la frontera difusa entre categorías. En contextos de baja contaminación y abundancia, el aire fresco se asemeja a un bien público: no se puede excluir y tu respiración no impide la mía. Pero si la calidad se degrada por polución, se aproxima a un recurso común: todos acceden, pero el uso (o abuso) de algunos reduce la calidad para otros. De ahí que se hable de “tragedia de los comunes” y sea necesaria regulación ambiental.
Bienes públicos “puros” e “impuros”
En el mundo real, encontrar bienes públicos completamente puros no es sencillo; la mayor parte presentan matices. Por eso se habla de impurezas cuando, manteniéndose la no exclusión, surge cierta rivalidad por congestión o por deterioro en calidad. Televisión pública o parques urbanos pueden funcionar como bienes públicos en horas valle y volverse parcialmente rivales en picos de demanda.
La pureza, por tanto, no es un todo o nada. Importa evaluar el contexto: grado de saturación, escala de usuarios, costes de exclusión, elasticidad de la demanda, etc. Cuanto más caro sea impedir el acceso y más estable sea la calidad con muchos usuarios, más “público puro” resulta el bien. Esta perspectiva gradual ayuda a diseñar políticas flexibles.
El problema del polizón y la financiación
Si no se puede excluir y el disfrute no se reduce por nuevos usuarios, aparecen incentivos a no pagar esperando que otros financien el bien. Es el clásico problema del polizón (free rider). Sin instrumentos de coordinación, quienes valoran el bien pueden infra-declarar su disposición a pagar para beneficiarse gratis, y el mercado termina proveyéndolo por debajo del nivel socialmente deseable.
De ahí que, en ausencia de solución de mercado, la provisión recaiga habitualmente en el sector público, mediante impuestos, tasas o acuerdos colectivos. Los tributos permiten repartir el coste entre la ciudadanía y asegurar mantenimiento y calidad. Además, en muchos casos existen externalidades positivas (beneficios que alcanzan a terceros), lo que refuerza el argumento para la intervención pública.
Bienes preferentes, externalidades y bienestar social
Determinados servicios financiados con dinero público generan beneficios que se extienden en el tiempo y para toda la sociedad; se conocen como bienes preferentes. Educación y sanidad son paradigmáticos: una población formada y sana eleva el bienestar colectivo por encima de la suma de decisiones individuales. Estas externalidades positivas justifican que el Estado amplíe la oferta respecto a lo que surgiría si fuesen exclusivamente privados.
La política pública, por tanto, no solo busca cubrir los fallos del mercado, sino también maximizar el bienestar conjunto cuando hay retornos sociales amplios. Esto puede implicar oferta directa, compras a proveedores privados o subvenciones parciales o totales. El objetivo es alinear el interés individual con el colectivo y que nadie quede excluido de beneficios fundamentales.
Gestión y provisión pública: vías de actuación
Existen varias fórmulas para hacer llegar estos bienes y servicios a la ciudadanía. Elegir la combinación adecuada depende de la naturaleza del bien, los costes, la capacidad instalada y los objetivos de equidad y eficiencia. Las tres vías más habituales son:
- Producción directa por parte del Estado: por ejemplo, la defensa nacional o la red de centros de educación pública. La administración planifica, financia y gestiona.
- Compra a empresas privadas para provisión pública: construir una carretera o un hospital con empresas contratistas, manteniendo el acceso público posterior.
- Subvención total o parcial: desde medicamentos bonificados hasta ayudas que cubren parte del coste, de modo que el usuario pague menos o nada.
Sea cual sea la fórmula, los ingresos fiscales sostienen la provisión y el mantenimiento en el tiempo. Un sistema de financiación estable es condición necesaria para evitar el deterioro del servicio y preservar la universalidad cuando corresponda.
No todo lo público es un bien público
Es importante no confundir el “quién lo ofrece” con “qué es el bien”. Puede haber servicios de provisión pública que no sean bienes públicos en sentido estricto porque presentan rivalidad (se saturan) o son excluibles (puede limitarse el acceso). Sanidad y educación, cuando hay colas o plazas limitadas, muestran esa rivalidad potencial, lo que recomienda gestionar capacidades, priorizar según criterios clínicos o pedagógicos y, si procede, modular la demanda.
Al revés, también existen bienes públicos que pueden ser ofrecidos por el sector privado bajo reglas específicas. La radio ilustra cómo la regulación del espectro, unida a modelos de financiación (publicidad, licencias), hace posible que empresas privadas produzcan un bien no excluible y no rival. La clave está en el diseño institucional más que en la titularidad.
Congestión, recursos comunes y la línea borrosa
Cuando un bien libremente accesible se degrada por el uso intensivo, se acerca a la categoría de recurso de acceso común. Ocurre con el aire contaminado o con espacios naturales sobrecargados. Si muchas personas usan algo que nadie puede excluir, el coste de unos recae sobre otros. Para evitar la “tragedia de los comunes”, hacen falta normas, control y, a menudo, precios o cupos que internalicen los costes sociales.
Este deslizamiento entre categorías explica por qué es tan difícil hallar bienes públicos “puros” en la vida real y por qué las políticas deben adaptarse al contexto. Con gestión y financiación adecuadas, se preserva la calidad y el acceso; sin ellas, la rivalidad aparece y todos pierden. La gobernanza es tan importante como la naturaleza del bien.
Expectativas, buen uso y convivencia
Un riesgo creciente es tratar el bien público como si fuera un servicio privado por el que se ha pagado un precio exacto. Cuando eso sucede, algunos intentan imponer sus preferencias sobre las del resto, olvidando el carácter colectivo. Ejemplos cotidianos lo muestran: colarse en listas de espera, exigir privilegios no disponibles para otros, fumar en baños de hospitales o reclamar habitaciones “a la carta”.
Estas conductas ignoran que la cantidad disponible es finita y que el gestor debe velar por el interés general. Quienes administran el bien tienen la obligación de hacerlo con eficiencia y transparencia; quienes lo usan, el deber cívico de respetar normas y turnos. Solo así se equilibra la balanza entre expectativas individuales y bienestar colectivo.
Propiedades operativas y criterios de diseño
Además de la no exclusión y la no rivalidad, conviene considerar rasgos prácticos útiles para gestionar: posibilidad técnica de control de acceso, costes de mantenimiento, , sensibilidad a la congestión y uniformidad del servicio bajo distintos niveles de uso. Estos criterios ayudan a decidir si conviene tarificar, limitar aforos, invertir en capacidad o reforzar la regulación.
Por ejemplo, una carretera muy saturada puede beneficiarse de peajes o carriles de alta ocupación; un parque natural frágil, de cupos diarios; y un sistema de alumbrado, de financiación estable y estándares técnicos homogéneos. Lo esencial es alinear instrumentos con la naturaleza del bien y sus patrones de uso.
Marco teórico y aportaciones académicas
La literatura económica ha refinado estas ideas durante décadas. Los trabajos de Vincent y Elinor Ostrom, entre otros, explican cómo los arreglos institucionales permiten, en ocasiones, que comunidades y organizaciones coordinen el uso de bienes comunes y públicos con buenos resultados. Su enfoque destaca la importancia de las reglas, la vigilancia y las sanciones proporcionales para sostener la cooperación y evitar tanto la infraproducción como el deterioro por sobreuso.
Este cuerpo teórico respalda políticas públicas que combinan financiación impositiva, regulación inteligente y, cuando conviene, colaboración con el sector privado. La meta no es otra que maximizar el bienestar social manteniendo el acceso y la calidad, y minimizando a la vez los incentivos al polizón y los costes de congestión.
Todo lo anterior deja claro que los bienes públicos no se definen por quién los presta, sino por cómo se consumen y financian: no exclusión y no rivalidad marcan la pauta, la congestión y el polizón plantean los desafíos, y la política pública bien diseñada —ya sea produciendo, comprando o subvencionando— es la herramienta para que funcionen en beneficio de todos. Comprender estas piezas nos permite exigir eficiencia a los gestores, usar con responsabilidad y apoyar reglas que protejan lo que, en esencia, es de todos.