- Tradición legal previa en Mesopotamia que culmina en un código claro y público con 282 artículos.
- Estructura condicional, sanción divina y ley del Talión con penas graduadas y disuasorias.
- Desigualdad penal según estatus (libres, muskenu y esclavos) y regulación amplia de economía y familia.
- Estela hallada en Susa en 1901; gran influencia en leyes posteriores y debate sobre su aplicación práctica.
En el corazón de la antigua Mesopotamia se levantó una estela oscura y monumental en la que un rey dejó grabadas 282 disposiciones que modelaron la vida cotidiana. Ese conjunto, conocido como Código de Hammurabi, no fue el primer intento de poner orden por escrito, pero sí el más nítido y completo de su tiempo, con una intención clara: unificar criterios de justicia en un mundo tan diverso como bullicioso.
Más allá de la imagen icónica del dios de la justicia entregando el mandato al monarca, lo que tenemos es un sistema legal que define contratos, precios, familia, delitos y penas con una precisión que llama la atención incluso hoy. Es una ley pensada para que nadie pudiera alegar desconocimiento: la estela se exponía en público y su mensaje, respaldado por la divinidad, dejaba poco margen a la interpretación.
De dónde vienen estas leyes: el sustrato mesopotámico
Antes de Hammurabi ya había camino hecho. En Lagash se recuerdan medidas de Entemena y, poco después, las reformas de Urukagina; más tarde, en Ur, el reinado de Ur-Nammu y su heredero Shulgi dejaron un cuerpo legal escrito en cuneiforme que convirtió lo cotidiano en norma. Aquellas leyes, basadas a menudo en multas, surgieron en un entorno bastante homogéneo en el que las costumbres compartidas ayudaban a sostener el consenso.
Ese consenso resultaba oro puro en tiempos convulsos. Mesopotamia había pasado por el dominio del gran Sargón de Acad y de su nieto Naram-Sin, y luego por el quebranto de la invasión de los gutis. Con Utu-hegal y después con Ur-Nammu, la región recuperó el pulso. No es casual que Ur-Nammu se presentara como administrador de la voluntad de los dioses: el rey mediaba, pero la autoridad última era religiosa, y eso apuntalaba la obediencia sin necesidad de recurrir siempre a la fuerza.
La literatura de la época idealizó a los antiguos reyes acadios, y los nuevos monarcas supieron leer ese clima. Ur-Nammu consolidó un Estado de corte patrimonial en el que los súbditos se concebían como parte de una misma familia. Si todos aceptan las reglas, no hace falta apretar tanto la mano: de ahí que las multas y compensaciones bastaran a menudo para disuadir.
Como han señalado diversos investigadores, un Estado patrimonial estable se sostiene mejor en el consenso que en la coacción. Cuando esa obediencia es instintiva, el gobierno puede dedicar energías a objetivos de largo recorrido en lugar de sofocar descontentos.
En ese caldo jurídico surgieron también las Leyes de Eshnunna y el código de Lipit-Ishtar, reyes que afinaron normas sobre herencia, matrimonio, impuestos o alquileres. Con una sociedad cada vez más compleja, el legislador tuvo que hilar fino para cubrir casuísticas que ya no eran tan previsibles.
De Ur-Nammu a Lipit-Ishtar: el ensayo general del derecho
El Código de Ur-Nammu, aunque fragmentario, revela un patrón claro: frases condicionales que enlazan conducta y consecuencia. Si alguien provocaba un daño físico o perjuraba, la sanción acostumbraba a ser económica. El objetivo era disuadir y reparar, no tanto castigar con saña.
Con Lipit-Ishtar, el panorama legal se hizo más minucioso. En su texto asoman cuestiones de propiedad, familia y contratos que ya no podían dejarse a la costumbre. La vida urbana, el comercio interregional y las nuevas jerarquías sociales exigían reglas detalladas. Entre sus artículos encontramos, por ejemplo, supuestos sobre pagos de impuestos de fincas, regulación del estatus de los hijos nacidos fuera del matrimonio y multas por dañar bienes ajenos como talar un árbol de otro.
En paralelo, las Leyes de Eshnunna añadieron casuística práctica sobre precios, salarios y alquileres, reflejando un mercado en movimiento y una economía cada vez más sofisticada. Todo ello preparó el terreno para el salto cualitativo que supuso el código babilónico.
Hammurabi entra en escena: política, alianzas y ambición
El padre de Hammurabi, Sin-Muballit, se vio forzado a abdicar tras un pulso fallido frente a Larsa. Hammurabi arrancó su reinado con perfil bajo: reforzó templos, cuidó canales, ordenó la casa… y en silencio forjó un ejército y una estrategia que cambiarían el mapa. El objetivo, aunque no se voceara, era la hegemonía.
Primero se alió contra los elamitas y, cuando le convino, rompió pactos con pasmosa soltura para tomar Uruk e Isin, entre otras. En el norte, su campaña contra Mari, cuyo rey le había apoyado antes, terminó con la ciudad arrasada, un gesto excepcional en su trayectoria, puesto que lo habitual era capturar, reconstruir y poner a producir la plaza conquistada.
Hammurabi supo también jugar con el agua: bloquear suministros, embalsar y liberar caudales para desequilibrar defensas era una táctica tan efectiva como ingeniosa. Hacia mediados del siglo XVIII a. C. ya controlaba la mayor parte de la llanura mesopotámica.
La gran estela: forma, lengua y mensaje
El código se grabó en acadio, con signos cuneiformes, sobre una estela alta de piedra oscura, tradicionalmente identificada como diorita. Coronando el texto aparece el rey de pie recibiendo el encargo de Shamash, dios del sol y de la justicia. No es un adorno: es la prueba visual de que la ley no nace del capricho humano, sino de la voluntad divina que el monarca administra.
El texto se articula con un prólogo y un epílogo que enmarcan 282 artículos. En el prólogo, el rey invoca a Anu y Enlil y se presenta como el gobernante que, por mandato de los dioses —con Marduk como gran señor de Babilonia—, debe traer justicia y bienestar, proteger al débil frente al fuerte y mantener la tierra en equilibrio.
Yo, Hammurabi, llamado por los grandes dioses, establecí leyes para que reinen la equidad y la paz; para impedir que el poderoso atropelle al indefenso; para que el País, iluminado por el orden, prospere.
El epílogo remata con maldiciones contra quien altere el texto y bendiciones para quien lo respete. La estela, colocada en espacios públicos, funcionaba como cartel de legitimidad y manual de convivencia al mismo tiempo.
Estructura jurídica: protasis y apódosis
Una seña de identidad del código es su arquitectura condicional. Cada artículo plantea una situación hipotética —la protasis— y a continuación define la respuesta —la apódosis—. Si pasa esto, entonces corresponde esto otro. La claridad del formato refuerza la seguridad jurídica: cualquiera que supiera leer —o escuchar a quien le leyera— entendía qué esperar.
Este orden expositivo permite combinar sencillez y precisión. Abarca desde la agricultura a la construcción, desde la medicina a la navegación, con penas que buscan proporcionalidad, aunque la medida de esa proporción varía según el estatus social implicado.
La ley del Talión y las sanciones divinas
El Código de Hammurabi se asocia al Talión: «ojo por ojo, diente por diente». En términos prácticos, significa que ciertas agresiones personales se retribuyen con una pena equivalente. Rompes un hueso, te rompen un hueso. Saltan a la vista la dureza y el efecto disuasorio, especialmente en una sociedad multiétnica en la que el choque de costumbres podía encender conflictos rápidamente.
Pero el Talión no lo es todo. Conviven multas, trabajos, castigos corporales y pena de muerte. Además, cuando las pruebas eran dudosas, el sistema recurría a procedimientos de ordalía —como la prueba del río—, entendida como juicio divino: si el acusado sobrevivía a la inmersión, se interpretaba como señal de inocencia.
Qué materias regula: de la economía a la familia
Los artículos cubren un abanico tan amplio como ambicioso: comercio, préstamos, salarios, arrendamientos, precios, tasas, transporte fluvial, daños y perjuicios, matrimonio, divorcio, herencia, adopciones, filiación, esclavitud, delitos contra la propiedad y contra las personas, entre otras. Es, a grandes rasgos, una radiografía de la vida babilónica.
Varias normas muy citadas ilustran el enfoque del código. A continuación, una selección representativa, para hacerse una idea de su lógica interna y su severidad calculada:
- Si alguien lesiona a un igual y le vacía un ojo, se le vaciará el suyo; si la víctima pertenece a otra categoría social, procede compensación monetaria. Talión y clase social conviven.
- Si un constructor levanta una casa y esta se derrumba causando la muerte del dueño, el constructor será ejecutado; si muere el hijo del dueño, se ejecutará al hijo del constructor. Responsabilidad extrema.
- Si un hombre comete bandidaje y se le captura, será condenado a muerte. Delitos contra el orden público.
- Si alguien acusa a otro de homicidio y no lo demuestra, el acusador sufrirá la pena que pretendía para el acusado. Desincentivo a la calumnia.
- Si un hijo golpea a su padre, se le cortará la mano. Protección de la autoridad familiar.
- Si una mujer decide separarse alegando abandono o agravio probado del marido y ha sido casta, recupera su dote y vuelve a la casa paterna. La dote como garantía económica.
En materia familiar y patrimonial, la dote —sheriktu— era pieza clave: pertenecía a la mujer, y en caso de divorcio debía devolverse; a su muerte, pasaba a los hijos. Ahora bien, la mujer permanecía bajo tutela masculina (padre, marido u otro pariente) en la vida jurídica ordinaria.
Clases y desigualdad ante la pena
La sociedad se articulaba en grandes categorías: libres, una capa intermedia a menudo denominada muskenu, y esclavos. Esa distinción no era nominal: pesaba en las sentencias. El Talión pleno se aplicaba entre iguales; cuando intervenían personas de distinto estatus, la sanción tendía a la multa, con importes que oscilaban según el daño y la condición de las partes.
El código también diferencia entre actos intencionales y accidentes, y ajusta la pena en consecuencia. Se aprecia un esfuerzo por graduar la respuesta penal, que combina retribución, reparación y prevención. No es una redacción académica del derecho, sino un compendio práctico de casos típicos y soluciones obligatorias.
Un mundo mixto que exigía reglas claras
Hammurabi legisló para un imperio en el que caravanas de nómadas, comerciantes urbanos y gentes de lenguas y tradiciones distintas se cruzaban cada día. En ese mosaico, un sistema común que fijara expectativas —y que lo hiciera de manera visible— evitaba la espiral de venganzas privadas. La severidad calculada servía para poner límites donde las costumbres ya no bastaban.
Su gobierno combinó ley y desarrollo material: templos, canales, irrigación y obras públicas refuerzan la imagen del rey como bani matim, constructor de la tierra. La justicia no se concibe aislada, sino como parte de un proyecto de orden y prosperidad.
¿Se presumía la inocencia? Pruebas, testigos y ordalías
Aunque el código no formula la presunción de inocencia como lo haría hoy un manual de derecho, hay indicios de una idea embrionaria: el acusador debía probar, el testigo que mentía era castigado, y en caso de duda se acudía al juicio del río. No basta con señalar, hay que demostrar. Todo ello sugiere que el sistema no solo castigaba, también regulaba cómo alcanzar la verdad procesal.
La ordalía fluvial, tan llamativa, cumplía un papel cuando las evidencias terrenales no bastaban. A ojos mesopotámicos, los dioses zanjaban lo irresoluble. Hoy puede parecernos ajeno, pero encaja con el fundamento sacro de la ley en ese tiempo.
Del texto a la calle: gobernar por la ley
Una de las grandes novedades prácticas es que el imperio de Hammurabi se administró más por la ley que por delegados foráneos. A diferencia del modelo acadio antiguo, menos dependiente de una codificación común, aquí la estandarización jurídica fue el pegamento del dominio.
La estela pública blindaba la excusa de la ignorancia. Y al presentarse como un mandato recibido de los dioses, la ley sumaba a su fuerza coercitiva una autoridad sagrada. El resultado fue una base de consentimiento más sólida de la que cabría esperar en un mosaico tan complejo.
Un final convulso para un edificio jurídico brillante
Tras la muerte de Hammurabi, su hijo Samsu-iluna no logró mantener el equilibrio. Volvieron las revueltas, se fracturó el consenso, y los vecinos vieron una oportunidad. Llegaron los hititas, después los casitas y, más tarde, los elamitas. Fue precisamente el rey elamita Shutruk-Nakhunte quien se llevó la estela como botín a Susa.
Que el imperio se viniera abajo no significa que el texto cayera en el olvido. A nivel local, muchas comunidades conservaron prácticas inspiradas en ese modelo, y el eco del código se percibe en las Leyes Asirias Medias, textos neobabilónicos e incluso en la tradición mosaica, que comparten la idea de una directiva universal de conducta.
Redescubrimiento moderno: de Susa al Louvre
A comienzos del siglo XX, una misión francesa dirigida por Jacques de Morgan excavó en Susa y halló, entre otras piezas, la estela fragmentada con el código. Se reconstruyó y se trasladó a París, donde el asiriólogo Jean-Vincent Scheil publicó su traducción poco después. Desde entonces, el mundo tuvo ante los ojos un retrato jurídico de valor incalculable.
La pieza se expone hoy en el Museo del Louvre. Allí, ese relieve en el que Shamash entrega la insignia al rey y las líneas de cuneiforme bajo él combinan arte, religión y derecho. Es difícil encontrar una fuente antigua tan rica para entender cómo pensaba una sociedad.
¿Cuánto se aplicó y cuánto fue programa?
Hay debate. Muchos especialistas sostienen que el código se promulgó en una fase avanzada del reinado, lo que limita su despliegue inmediato de arriba abajo. En parte sería un ideal normativo y un mensaje político. Pero como repertorio de casos y sanciones, caló y dejó escuela. En cualquier caso, sirvió para fijar un estándar: la ley escrita como eje de la convivencia.
Comparado con códigos anteriores, el texto babilónico destaca por volumen, sistematicidad y ambición. Y frente a tradiciones paralelas, como la mosaica, comparte el propósito de ordenar la vida con pautas claras y penas proporcionales, aunque con diferencias teológicas y sociales de peso.
En conjunto, lo que arranca como una estela en una plaza termina siendo una referencia que viaja por siglos y fronteras. Que el código no haya inventado desde cero cada regla no le resta mérito: compendia, afina y proyecta un sistema legal que hizo posible gobernar un mosaico humano sin que el caos lo devorara.
Quien se acerque hoy al Código de Hammurabi encontrará mucho más que fórmulas tajantes. Verá el esfuerzo por domar la diversidad con normas públicas, entenderá cómo la religión daba legitimitad al poder, reconocerá una economía vibrante que exigía contratos y precios, y advertirá que incluso entonces se atisbaba la necesidad de probar antes de condenar. Eso explica su fama y su influencia: claridad, ambición y un innegable pulso práctico.
