Consenso de Washington: origen, decálogo, polémicas y legado

Última actualización: noviembre 3, 2025
  • John Williamson sintetizó en 1989 un decálogo aplicado por FMI, Banco Mundial y el Tesoro, con foco en estabilidad, apertura y reformas.
  • La implementación estabilizó precios y abrió economías, pero el crecimiento y la equidad fueron dispares, con crisis sonadas como México y Argentina.
  • Críticas internas y externas impulsaron reformas de segunda generación y un giro tras 2008-2020 hacia más Estado e instrumentos fiscales globales.
  • El debate actual prioriza instituciones sólidas, inversión pública de calidad y políticas adaptadas al contexto frente a recetas únicas.

Consenso de Washington

El llamado Consenso de Washington es uno de esos términos que, aun sin proponérselo, acabaron marcando toda una época. Lo acuñó John Williamson en 1989 para ordenar lo que veía como un conjunto de recomendaciones compartidas por instituciones con sede en Washington D. C. —FMI, Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de EE. UU.— ante las crisis en economías en desarrollo, sobre todo en América Latina. Aunque nació como una lista “técnica” de diez políticas, con el tiempo se cargó de connotaciones sobre liberalización, privatización y disciplina fiscal.

Aquella década perdida latinoamericana y la transición de economías planificadas a mercados abiertos crearon un terreno fértil para aplicar el recetario. El paquete prometía estabilizar, abrir y modernizar economías golpeadas por inflación, deuda y falta de competitividad. Con los años, los resultados, las crisis encadenadas y la evidencia comparada alimentaron una controversia permanente: para unos, fue un paso necesario hacia la estabilidad; para otros, supuso “dar la espalda al Estado” y a la cohesión social.

¿Qué es y cómo surgió el Consenso de Washington?

En 1989, el economista británico John Williamson, entonces en el Instituto Peterson, sintetizó en diez grandes áreas las recetas que observaba en los informes y programas de las instituciones de Washington. No inventó las medidas, las reunió: disciplina fiscal, reformas tributarias, liberalización comercial y financiera, tipos de cambio competitivos, privatizaciones, desregulación, seguridad jurídica y reorientación del gasto hacia educación, salud e infraestructuras.

Su etiqueta tuvo éxito y se propagó más allá de lo que Williamson pretendía. Él mismo matizó después que no defendía un “fundamentalismo de mercado” y que varias recomendaciones eran de sentido común en la profesión; también lamentó que se pasase por alto la inversión pública en capital humano y en infraestructuras. Según Yergin y Stanislaw, además, las reformas no fueron un guion “dictado” desde Washington: en buena medida, líderes y técnicos latinoamericanos las formularon según diagnósticos propios.

El decálogo original de políticas económicas

  1. Disciplina fiscal: prevenir déficits elevados respecto al PIB y asegurar la sostenibilidad de las cuentas públicas.
  2. Reorientación del gasto: menos subsidios indiscriminados y más inversión en salud primaria, educación básica e infraestructuras clave.
  3. Reforma tributaria: ampliar bases imponibles y simplificar con tipos marginales moderados.
  4. Tipos de interés reales positivos y determinados por el mercado, evitando represión financiera.
  5. Tipo de cambio competitivo para favorecer el sector transable y la integración internacional.
  6. Liberalización comercial: reducción de barreras, sustitución de cupos por aranceles bajos y relativamente uniformes.
  7. Apertura a la IED: eliminar trabas a la inversión extranjera directa.
  8. Privatizaciones: traspasar empresas públicas al sector privado para mejorar eficiencia y finanzas públicas.
  9. Desregulación: retirar normas que restringen la competencia, conservando las justificadas por seguridad, medioambiente, consumidores y supervisión prudencial.
  10. Seguridad jurídica: proteger firmemente los derechos de propiedad.

De América Latina al resto del mundo: adopción e imposición condicional

La crisis de deuda de los ochenta —impulsada por la alza del petróleo, el encarecimiento del crédito internacional y estructuras productivas poco orientadas a la exportación— llevó a numerosos países latinoamericanos a buscar auxilio financiero. El acceso a crédito del FMI y del Banco Mundial llegó “con condicionalidad”: estabilización, apertura y reformas estructurales. Lo mismo alcanzó a países africanos y asiáticos en problemas, y después a Europa del Este en los noventa.

En su versión práctica, el Consenso se desplegó sobre programas de ajuste que, además de estabilizar, pretendían reconfigurar los incentivos del sistema. Se impulsaron liberalizaciones comerciales unilaterales, tratados regionales (como el TLCAN o el DR-CAFTA) y amplios procesos de privatización. La secuencia y la intensidad variaron por país, pero la pauta general apuntó a “menos Estado productor” y más mercado.

Resultados, críticas y revisión desde dentro

Los balances son dispares. Hubo éxitos macro —inflaciones abatidas, tipos de cambio más creíbles, integración comercial—, pero el crecimiento medio no despegó de forma sostenida en muchos casos, y las desigualdades siguieron elevadas. Varias voces señalaron la supresión de políticas industriales y agrícolas, el olvido de la visión de largo plazo y la debilidad estatal para regular mercados privatizados.

Williamson reconoció en 2002 que los resultados en crecimiento, empleo y pobreza eran “decepcionantes”, aunque atribuyó parte del problema a tres factores: no priorizar mecanismos para prevenir crisis financieras, implementación incompleta y una agenda insuficiente para mejorar la distribución. En el Banco Mundial, informes de mediados de los 2000 subrayaron que no existe una receta universal y que hacen falta más humildad, experimentación y reformas selectivas.

La Gran Crisis de 2008-2009 cambió el clima intelectual. Con los gobiernos rescatando bancos y actuando de forma masiva, muchos dieron por “muerto” el Consenso. Tras el G-20 de Londres, Gordon Brown proclamó el final del viejo paradigma; después, el G-20 de Seúl presentó un “Consenso de Seúl para el Desarrollo”, de enfoque más pragmático y plural. A la vez, surgieron etiquetas como “Consenso de Washington II o III” para señalar ampliaciones, correcciones y segundas generaciones de reformas.

Casos emblemáticos en América Latina

México fue durante años el alumno aventajado de la liberalización, pero la crisis de 1994-95 —el “tequilazo”— puso en duda las supuestas bondades del modelo aplicado con ortodoxia. En numerosos países de la región, crecimiento per cápita en 1991-1995 inferior al de 1974-1990 alimentó la desafección. En Europa central y oriental y en África, los lugares donde se aplicaron con más nitidez varias recomendaciones sufrieron también retrocesos iniciales.

El caso argentino (1991-2002) es paradigmático. La convertibilidad dio una ancla contra la hiperinflación, pero encareció la economía y la hizo rígida. Llegaron oladas de desindustrialización y desempleo persistente durante los 90, con picos cercanos o superiores al 18% y un colapso social al estallar la crisis. La Oficina de Evaluación Independiente del FMI y el Banco Mundial revisaron qué falló: dependencia de un tipo de cambio fijo, vulnerabilidad ante shocks externos y fragilidad regulatoria y financiera. Tras la ruptura del régimen cambiario, el rebote posterior abrió debates sobre sostenibilidad y política fiscal.

En Venezuela, Carlos Andrés Pérez abrazó a finales de los ochenta reformas de apertura —El Gran Viraje—, con alzas de tarifas y reducción de subsidios. La medida encendió la mecha del Caracazo (1989), con disturbios y una represión que dejó centenares o miles de muertos según fuentes. Hubo un repunte de crecimiento en 1991, pero siguieron volatilidad y la crisis bancaria de 1994. El malestar social y las desigualdades facilitaron la emergencia del proyecto de Hugo Chávez, que revirtió buena parte de la agenda.

Otros gobiernos latinoamericanos de izquierdas —Brasil, Chile, Perú o Uruguay— mantuvieron de facto la estabilidad macro y la apertura, combinándolas con programas sociales como las transferencias monetarias condicionadas. Chile suele citarse como caso exitoso; no obstante, Joseph Stiglitz subraya el papel de la propiedad estatal del cobre y la gestión de flujos de capital como explicaciones alternativas al relato de “mercado puro”.

En 2003, Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula da Silva firmaron el llamado Consenso de Buenos Aires, una declaración política crítica con el recetario clásico. Ambos saldaron anticipadamente deuda con el FMI buscando mayor autonomía, sin desechar por ello del todo la disciplina macro. La ambivalencia resume una década en la que crítica retórica y continuidad práctica coexistieron con frecuencia.

Perú: del Fujishock al llamado Consenso de Lima

Con Alberto Fujimori, Perú aplicó en los 90 un ajuste drástico —el “Fujishock”— y una Constitución (1993) de sesgo neoliberal, que consolidó un Estado orientado a facilitar la actividad empresarial. La siguiente etapa, con Alejandro Toledo, institucionalizó la promoción de la inversión privada (ProInversión), avanzó en privatizaciones —no sin protestas— y reforzó consejos de concertación laboral.

A comienzos de los 2000, analistas describieron un “Consenso de Lima”: una ortodoxia incluso más rígida que el recetario original —apertura y desregulación plenas, mínima presión tributaria, primacía de sectores extractivos y escasa ambición frente a la desigualdad—. Alan García llevó esa orientación al extremo entre 2006 y 2011, impulsando la entrada de capital externo y grandes concesiones. Aunque el país creció con fuerza, informalidad, corrupción y debilidad institucional limitaron avances en productividad y cohesión social, con restricciones reales a la voz de sectores populares e indígenas.

Más allá de América Latina: África y Asia, lecciones y matices

En Malaui, siguiendo recomendaciones de donantes, se redujeron durante años subsidios a fertilizantes y se impulsó a los agricultores hacia cultivos de exportación. Tras una grave crisis alimentaria en 2005, el Gobierno reintrodujo subvenciones y la producción de maíz se disparó. El propio Banco Mundial ha admitido que, bajo ciertas condiciones y de forma temporal, subsidios bien diseñados pueden generar beneficios netos y ayudar a crear mercados privados viables.

En Asia oriental, estrategias orientadas a la exportación y estados capaces de coordinar inversiones facilitaron la adaptación a shocks externos, en contraste con modelos de sustitución de importaciones más cerrados. Durante la crisis asiática de los 90, el FMI diseñó con Corea del Sur un tipo de programa que, con el tiempo, daría pie a debates internos sobre flexibilidad y prevención de crisis. Las transiciones postcomunistas de Europa del Este y la ex URSS, por su parte, registraron caídas muy profundas del producto en los noventa, con recuperaciones dispares.

Debates teóricos: del post-Consenso a Pekín, y la “confusión”

Desde finales de los 90, Joseph Stiglitz y Dani Rodrik criticaron tanto la ejecución como la filosofía de recetas universales. Rodrik resaltó la paradoja de que China e India crecieran con políticas alejadas de varias recomendaciones canónicas: proteccionismo, ausencia de privatizaciones masivas y robustas estrategias industriales. De ahí la pregunta: si fueron exitosos sin seguir el decálogo, ¿qué aprender exactamente del mismo?

La etiqueta “Consenso de Pekín” sirvió para resumir la idea de que cada país necesita su propio camino, con el Estado como arquitecto activo del desarrollo. En paralelo, críticos antiglobalización —Noam Chomsky, Tariq Ali, Susan George o Naomi Klein— denunciaron que la apertura sin movilidad laboral reproduce explotaciones y ganancias concentradas en multinacionales, dejando a muchos trabajadores del Sur en situación precaria y expulsando empleos del Norte.

En otro terreno, el término “consenso de Washington” derivó en un cliché de política exterior en medios estadounidenses: Marda Dunsky y FAIR documentaron cómo, en asuntos como Oriente Próximo, la prensa tiende a moverse dentro del rango de posiciones aceptables en Washington, estrechando el debate público.

Matices de Williamson y reformas de “segunda generación”

Williamson defendió que tres primeras recomendaciones eran poco controvertidas y que la reorientación del gasto hacia salud, educación e infraestructuras se pasaba por alto con demasiada facilidad. A su juicio, recortar funciones —como la de Estado empresario— debía ir de la mano de fortalecer la capacidad estatal en tareas básicas de bienestar y regulación. En 2003, en un volumen editado con Pedro-Pablo Kuczynski, abogó por “reformas de segunda generación”: mejorar justicia, competencia, clima de inversión y calidad educativa, y acompañar la estabilidad macro con políticas explícitas contra la desigualdad.

Esta evolución caló en parte de América Latina: Brasil, Chile, Perú o Uruguay mantuvieron disciplina fiscal y monetaria, al tiempo que ampliaban políticas sociales y modernizaban instituciones. Las transferencias condicionadas de México y Brasil se volvieron referentes de intervención directa y focalizada en pobreza.

Tras 2008 y 2020: del multilateralismo fiscal al “Consenso de Cornualles”

La Gran Recesión y la pandemia de la COVID-19 confirmaron que el Estado sigue siendo insustituible para estabilizar, rescatar y proteger. Con el confinamiento, millones de hogares dependieron del ingreso público y de servicios básicos, y se reabrió el debate sobre fiscalidad y bienes públicos. EE. UU. lanzó grandes programas de gasto e impulsó mejoras salariales y sindicales; en Europa, la UE creó NextGenerationEU y el instrumento SURE, y reabrió la discusión sobre reglas fiscales y la calidad de la inversión pública.

En 2021, el G-7, en Cornualles, dio el empujón político a un acuerdo global liderado por la OCDE: un mínimo del 15% de impuesto de sociedades para grandes multinacionales y nuevas reglas contra la erosión de bases y traslado de beneficios. Sin resolverlo todo ni redistribuir tanto como desearían muchos, es un paso estructural para que las grandes corporaciones contribuyan más a sostener bienes públicos. Voces como Mariana Mazzucato proclamaron que el Consenso de Washington quedaba atrás y que el nuevo consenso devuelve al Estado un papel “emprendedor”: prevenir riesgos sistémicos y proveer bienes públicos globales.

Este giro no está exento de riesgos: un Estado capturado por intereses corporativos puede terminar socializando pérdidas y privatizando ganancias, reeditando viejos vicios. La clave, sugieren los propios virajes del FMI y del Banco Mundial en dos décadas, es combinar estabilidad macro con inversión pública de calidad, instituciones sólidas y adaptación al contexto, lejos de recetas de talla única.

Queda claro que el Consenso de Washington fue más que un decálogo: fue una etapa intelectual y política que estabilizó pero a menudo no transformó. De sus lecciones salen hoy dos ideas persistentes: sin Estado capaz —educación, salud, justicia, regulación financiera— no hay desarrollo inclusivo, y sin abrirse a la economía mundial tampoco hay prosperidad sostenida. La discusión contemporánea no gira tanto en elegir “Estado o mercado”, sino en calibrar su combinación, su secuencia y su calidad, con la mirada puesta en prevenir crisis, reducir desigualdades y sostener bienes públicos en un mundo interdependiente.

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