- El contrato social explica la legitimidad del poder y el paso del estado de naturaleza al orden civil.
- Hobbes defiende soberanía absoluta por seguridad; Locke limita el poder; Rousseau funda la soberanía popular.
- Variantes modernas (Kant, Rawls, Gauthier, Pettit, Proudhon) amplían o cuestionan el modelo.
- Hoy guía debates sobre datos, clima, bienestar y el pacto europeo y español.

En las ciencias sociales y la filosofía política, el llamado contrato social es una de esas ideas que, aunque nació hace siglos, sigue dando guerra en los debates de hoy. No es un documento histórico firmado un día concreto, sino una hipótesis normativa sobre por qué aceptamos un poder común y cómo se justifica que unos manden y otros obedezcan bajo reglas compartidas.
Dicho en corto: los individuos imaginan un acuerdo, real o hipotético, para dejar atrás la anarquía del estado de naturaleza y convivir bajo un marco político que resguarde bienes públicos como la seguridad, la justicia y ciertas libertades. Ese acuerdo funda la autoridad legítima y fija límites. Desde Hobbes, Locke y Rousseau hasta Rawls o los debates sobre datos y clima, el contrato social sigue siendo el prisma con el que medimos legitimidad, derechos y deberes en comunidad.
¿Qué significa contrato social?
Cuando hablamos de contrato social nos referimos a una teoría que explica el origen y la finalidad del Estado y la validez de sus leyes. En sus versiones más conocidas, describe un pacto entre personas libres e iguales que se comprometen a obedecer un conjunto de normas y a reconocer una autoridad que las haga cumplir para que la convivencia sea posible.
Este pacto no solo quiere contar una historia plausible sobre el “comienzo” de lo político; ante todo es un criterio de legitimidad. Cumple una función doble: por un lado, ofrece un estándar normativo para evaluar gobiernos (“¿respetan derechos, garantizan la paz y el bien común?”); por otro, sirve de herramienta analítica para comparar instituciones y políticas. De ahí que el contractualismo moderno se mantenga vivo, pues permite calibrar si el poder nace del consentimiento y si se ejerce con límites razonables.
Raíces clásicas y medievales
Antes de los modernos, ya hubo intuiciones contractualistas. El sofista Protágoras de Abdera sostenía que las leyes y convenciones se establecen para proteger a los débiles frente a los fuertes, un germen claro de la idea de pacto. En La República, Platón pone en boca de Glaucón que la justicia podría entenderse como un acuerdo entre individuos racionales que buscan su interés. Todo ello apunta a que el orden social es convencional, no meramente natural.
Epicuro añade una vuelta: no existiría una “ley natural” inmutable y, a medida que los seres humanos deciden no hacerse daño mutuamente, surge una noción de justicia basada en ese pacto. Cicerón, ya en el contexto romano, también ensaya ideas afines al acuerdo social, situando la discusión en el final de la República. En todas estas alusiones, late la tesis de que para vivir en paz hay que renunciar a parte de la libertad irrestricta y atenerse a reglas comunes.
Otro antecedente citado por Aristóteles es Licofrón, quien subrayaba el carácter convencional de la ley incluso en el surgimiento de lo político. Durante la Edad Media, las relaciones entre señores y vasallos se articularon a través de compromisos recíprocos, aunque la autoridad del señor se conectaba con la voluntad divina. Aun así, ese trasfondo “pactual” alimentó la idea de que la comunidad y el gobierno se fundan en compromisos, aunque se legitimaran como venidos de Dios.
Hobbes: seguridad y Leviatán
Thomas Hobbes escribe Leviatán (1651) en plena guerra civil inglesa, con el país partido entre corona y parlamento. Para Hobbes, si despojamos al ser humano de adornos culturales, lo básico es el instinto de autoconservación. Como todos somos, a la postre, iguales en esa capacidad y deseo de preservarnos, también somos potenciales rivales: en un estado de naturaleza sin reglas ni árbitro, impera la desconfianza y aparece un conflicto crónico que hace la vida inestable.
Ese “estado natural” no significa que las personas sean malvadas por esencia, sino que, sin una autoridad común, cada cual defiende su seguridad como puede, lo que lleva a choques constantes. Por tanto, para escapar del miedo generalizado, quienes conviven necesitan acordar un orden artificial. El camino es un pacto entre particulares por el que renuncian a ejercer individualmente ciertas prerrogativas y transfieren la fuerza coactiva a una instancia superior. Gracias a esa cesión, la autoridad dicta reglas claras de bien y mal jurídicos y hace cumplir los acuerdos.
Clave hobbesiana: el contrato no se firma con el soberano, sino entre los propios súbditos. Quien gobierna queda fuera del pacto para garantizar su eficacia. De ahí que el poder resultante deba ser único, indivisible y, en esencia, absoluto. Si el soberano entrara también en el acuerdo, su autoridad se vería contestada y volveríamos al conflicto. La “espada” (capacidad de sanción) asegura que los pactos no se vacíen de contenido.
Hobbes habla de “ley natural” como lo que la razón manda evitar para conservar la vida; la primera norma racional es buscar la paz cuando sea posible. Para que esa búsqueda no se frustre, la comunidad instituye una autoridad que resuelva disputas, defina las normas y evite la recaída en la violencia inicial. En definitiva, el miedo recíproco se mitiga si todos se someten a un Leviatán que garantice seguridad a cambio de obediencia.
Locke: gobierno limitado y juez imparcial
John Locke recoge su contractualismo en los Dos ensayos sobre el gobierno civil (1690). Parte de una antropología marcada por su horizonte cristiano: la vida humana pertenece a Dios y, por ello, nadie puede destruirla (ni la propia ni la ajena). Todos somos libres e iguales y estamos obligados a conservarnos, lo que sitúa una base de derechos naturales previos al Estado.
Ahora bien, aunque el estado de naturaleza lockeano es menos violento que el hobbesiano, carece de un árbitro común para dirimir conflictos. Por eso, la comunidad establece un contrato para crear un orden civil que se ocupe de juzgar y ejecutar las normas, garantizando vida, libertad y propiedad. A diferencia de Hobbes, no se transfiere todo: el pacto crea un poder que debe ser limitado y responsable ante quienes lo constituyen.
Locke defiende que la autoridad que juzga ha de ser imparcial y representativa. De ahí la necesidad de un parlamento entendido como asamblea de representantes. La monarquía absoluta, que concentra funciones y no permite recurso frente a sus decisiones, es, para Locke, incompatible con la sociedad civil. Sin separación de poderes, no hay garantía de imparcialidad ni protección frente a abusos.
En este marco, cada individuo renuncia al poder privado de ejecutar la ley natural; ese poder pasa a la comunidad y a sus órganos. Los ciudadanos no abdican de sus derechos básicos, pero sí de la violencia privada. Además, Locke distingue dos momentos: la formación de la sociedad (pacto de unión) y la creación del gobierno (pacto de designación), convergente con la lectura de Pufendorf que habló de dos acuerdos sucesivos.
Rousseau: voluntad general y soberanía popular
Jean-Jacques Rousseau, en El contrato social (1762), replantea el problema en clave republicana. Observa una sociedad dominada por monarquías y se pregunta por el vínculo legítimo entre gobernantes y gobernados. Sostiene que ese vínculo no se basa en la mera fuerza, sino en el consentimiento: los ciudadanos aceptan reglas a cambio de ventajas propias de la vida común. Si esa aceptación es genuina, obedecer las leyes que uno ayuda a crear no disminuye la libertad.
Su antropología primitiva sitúa a la persona “natural” como alguien sin malicia, movido por amor propio (autocuidado) y piedad (rechazo al sufrimiento ajeno). Con el crecimiento demográfico, surgen nuevas necesidades, aparecen la agricultura, la ganadería y, con ello, desigualdades materiales. Quienes acumulan riqueza, temiendo por su seguridad y privilegios, impulsan un primer acuerdo para preservarlos. Esa intuición le sirve a Rousseau para mostrar cómo ciertas normas pueden consolidar un orden pacífico pero injusto si no se orientan al bien común y la igualdad cívica entre todos.
La noción clave es la voluntad general: la soberanía es del pueblo, es inalienable e indivisible, y no puede ser sustituida de forma permanente por representantes. La libertad auténtica es participar en la elaboración de las leyes que afectarán a todos. En ausencia de corrupción, la voluntad colectiva expresada en elecciones y deliberaciones dota de legitimidad fuerte al gobierno democrático, que no es simplemente la regla de la mayoría, sino la búsqueda del interés común frente a intereses particulares.
El impacto de estas ideas inspiró, entre otras, la Revolución francesa, al cuestionar el Antiguo Régimen y dar paso a la república. La obra de Rousseau, con sus tensiones internas, elevó el listón al vincular libertad y ley compartida, articulando una teoría en la que ser ciudadano es ser coautor del orden político.
Otras lecturas y desarrollos
Hugo Grocio y Samuel Pufendorf, desde el derecho natural, imaginaron un tránsito del estado de naturaleza al civil mediante pactos: primero, un pacto de unión (nace la sociedad); después, un pacto de sumisión o designación (se inviste al gobierno). Hobbes eliminará ese segundo paso clásico: el Estado nace del pacto pero no queda sometido a él, consolidando así una lectura más absolutista de la soberanía.
Pierre-Joseph Proudhon defenderá otro camino: el contrato no se establece con un Estado, sino entre individuos que acuerdan no coaccionarse ni gobernarse mutuamente, preservando cada cual su plena soberanía personal. Esta visión mutualista y anarquista cuestiona la necesidad de una autoridad central, apostando por la autogestión y la cooperación voluntaria.
Immanuel Kant convierte el contrato en una idea regulativa: no describe un evento histórico, sino un criterio para que las leyes puedan ser aceptadas por ciudadanos libres y racionales. En el siglo XX, John Rawls actualiza el planteamiento con su “posición original”: individuos situados tras un velo de ignorancia (sin saber sus talentos o estatus) elegirían principios de justicia imparciales para regular libertades y desigualdades. Así nace una formulación potente del contractualismo igualitario contemporáneo.
David Gauthier, desde una óptica neohobbesiana, muestra cómo la cooperación estable entre agentes racionales interesados en su propio beneficio puede ser óptima si todos se comprometen a respetar el acuerdo inicial. En modelos tipo dilema del prisionero, mantenerse fiel a la regla pactada maximiza resultados, lo que justifica una moral contractual para la cooperación.
Philip Pettit sugiere revisar el papel del consentimiento expreso: la legitimidad también puede medirse por la ausencia de rebelión efectiva contra el régimen, siempre que existan canales para la contestación. La idea es que, si la ciudadanía no halla motivos suficientes para derribar el orden vigente, éste mantiene un grado de aceptación práctica que lo legitima.
Críticas clásicas
David Hume lanzó una objeción célebre: el “contrato original” sería, en realidad, una ficción útil. La mayoría de personas no suscribió jamás un acuerdo explícito; vivimos bajo gobiernos heredados y actitudes de hábito y utilidad. Con todo, reconoce que la idea contractual sirve para evaluar instituciones y exigirles estándares, aunque la legitimidad, en la práctica, surja de la costumbre, el interés común y la estabilidad.
Del papel a las instituciones: Europa y España
La integración europea ilustra un contrato social multinivel. Desde los Tratados de Roma hasta la Unión actual, los Estados han cedido parcelas de soberanía para ganar prosperidad compartida. Con la Estrategia de Lisboa se habló de un “nuevo contrato social europeo” que vinculaba competitividad, empleo y cohesión, acompañado por la Carta de Derechos Fundamentales. Tras la crisis de 2008, este pacto se tensó y se reequilibró con reformas y, ya en 2021, con NextGenerationEU, que reconfigura prioridades en torno a lo digital y lo verde. Todo ello muestra que, al nivel europeo, la legitimidad se ancla en beneficios comunes verificables y solidaridad entre países.
En España, la Constitución de 1978 establece un Estado social y democrático de derecho que combina libertades públicas con derechos prestacionales. Sanidad, educación y pensiones universales forman parte del núcleo del pacto. Reformas recientes apuntan a estabilizar el empleo (como el impulso a la contratación indefinida y los ERTE) y a proteger a los más vulnerables (ingreso mínimo vital). Son ajustes que reflejan un contrato en movimiento, responsive a las crisis y a la integración europea, con el fin de equilibrar libertad económica, protección social y participación democrática.
Retos contemporáneos: digital, clima y pandemia
La revolución digital exige nuevos términos contractuales. Plataformas, algoritmos y datos reconfiguran poder y derechos. Se habla de transparencia algorítmica (saber por qué una máquina te niega un crédito), portabilidad y soberanía de datos, y de cerrar la brecha digital como requisito básico de ciudadanía. En esta línea, el RGPD europeo es una pieza contractual que protege la autonomía informativa de las personas.
En materia ambiental, emerge un contrato social ecológico: las generaciones presentes deben dejar un planeta habitable a las futuras. Principios como la responsabilidad común pero diferenciada y acuerdos globales como París (2015) orientan la acción. Se discuten políticas de transición justa para los sectores intensivos en carbono, fiscalidad verde e instrumentos deliberativos (asambleas ciudadanas) para que la ciudadanía participe en decisiones que afectan a su entorno. Este pacto verde intenta conciliar prosperidad, equidad y sostenibilidad.
La pandemia de COVID-19 reavivó tensiones clásicas entre libertad y seguridad. Confinamientos, pasaportes sanitarios y campañas de vacunación se justificaron como bienes públicos sanitarios, acompañados de compensaciones económicas (ERTE, ayudas directas, fondos europeos). Aquí se vio con claridad que el contrato social implica deberes temporales a cambio de protección colectiva, y que su legitimidad depende de la proporcionalidad y transparencia de las medidas.
La Renta Básica Universal forma parte del debate sobre el futuro del trabajo y la automatización. Sus defensores la ven como un refuerzo de la libertad real y la cohesión social; sus críticos temen efectos fiscales e incentivos laborales. En cualquier caso, es un instrumento que reabre la discusión sobre qué derechos económicos deberían blindarse dentro del pacto entre ciudadanía e instituciones.
En tribunales y psicología social
Hay usos menos habituales de la noción contractual. En algunos contextos, se ha invocado para reflexionar sobre imputabilidad y salud mental, vinculando la obediencia a la ley con la capacidad de integrarse en el “pacto” básico de convivencia. Desde esta óptica, se ha argumentado que el poder judicial no posee una legitimidad absoluta en todo terreno y que profesionales como psiquiatras deben intervenir en la evaluación de conductas y tratamientos. Estas aproximaciones, aunque discutibles, muestran hasta qué punto el contrato social se utiliza como lente para entender responsabilidades y límites del castigo.
Comparativa rápida
Conviene tener un mapa de diferencias esenciales entre los tres grandes del contractualismo moderno, porque de ahí nacen sus recetas institucionales y sus límites. Mientras Hobbes pone el acento en la seguridad, Locke prioriza los derechos individuales y Rousseau los ancla en la voluntad general. Esa tríada ordena buena parte de los debates actuales sobre protección, libertad y participación.
- Diagnóstico del estado de naturaleza: de la desconfianza y el conflicto crudo (Hobbes), a una coexistencia relativa pero sin árbitro común (Locke), y una libertad igualitaria primitiva que se corrompe con la desigualdad (Rousseau).
- Cesión de derechos: casi total en favor de un soberano fuerte (Hobbes); parcial y condicionada por derechos inalienables (Locke); modulada por la voluntad general y la igualdad cívica (Rousseau).
- Fuente y límites de la soberanía: soberano absoluto (Hobbes); gobierno representativo limitado y separaciones de poder (Locke); pueblo soberano como cuerpo político indivisible (Rousseau).
Pese a sus diferencias, todas estas teorías comparten un núcleo: un orden legítimo requiere algún tipo de consentimiento y un arreglo de derechos y deberes que haga posible la cooperación sostenida. En la UE, en España y en los debates sobre datos, clima o bienestar, seguimos negociando, implícita o explícitamente, las cláusulas del pacto que consideramos aceptable. Por eso, recuperar a Protágoras, Hobbes, Locke, Rousseau, Pufendorf, Proudhon, Kant, Rawls, Gauthier o Pettit no es arqueología: es una forma de decidir, aquí y ahora, qué le pedimos al Estado y qué estamos dispuestos a comprometernos como ciudadanos.