Deuda externa: qué es, por qué crece y cómo se aborda

Última actualización: noviembre 3, 2025
  • La deuda externa combina pasivos públicos y privados frente a acreedores extranjeros, y se mide en términos brutos y netos.
  • Las crisis desde 1973 respondieron a tipos altos, dólar fuerte, caída comercial y ajustes, disparando impagos y la “década perdida”.
  • FMI, Banco Mundial, BID, Club de París y leyes como la 38/2006 articulan reestructuraciones, condonaciones y gestión responsable.
  • La agenda actual (Sevilla) impulsa 130 iniciativas ante más deuda, menor cooperación y mayores tensiones geopolíticas.

Ilustración sobre deuda externa

La deuda externa no es un tecnicismo más: condiciona presupuestos, políticas públicas y, en demasiados casos, la vida cotidiana de millones de personas. Cuando un país debe dinero a acreedores extranjeros, dedica parte de su riqueza futura a devolver principal e intereses, lo que reduce el margen para invertir en sanidad, educación o infraestructuras.

Además, el debate sobre su legitimidad, su sostenibilidad y la manera de gestionarla ha generado movimientos sociales, decisiones políticas y controversias históricas. En las próximas líneas encontrarás una explicación completa y estructurada de qué es la deuda externa, por qué se acumula, cómo ha evolucionado desde los años setenta, qué instrumentos existen para tratarla y qué discusiones atraviesan hoy la agenda internacional.

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Qué es la deuda externa y cómo se mide

En términos sencillos, la deuda externa es el conjunto de obligaciones financieras que asumen los residentes de una economía (sector público y privado) frente a no residentes. Incluye tanto deuda pública como privada que está en manos de bancos, inversores institucionales, otros gobiernos u organismos multilaterales situados fuera del país deudor.

Por lo general, este endeudamiento se contrae y debe reembolsarse en moneda extranjera, lo que introduce riesgos cambiarios. La deuda externa se contabiliza como pasivos no contingentes con compromiso futuro de pago de principal e intereses, y puede presentarse en su versión bruta (todo lo que se debe) o neta (descontando los activos financieros externos en instrumentos de deuda que el país posee).

Para evitar confusiones, ciertos activos no se consideran deuda externa en los cálculos estadísticos: las posiciones de renta variable, los derivados financieros y el oro monetario en lingotes (aunque sí aparecen en la posición de inversión internacional). Esta distinción ayuda a centrar el análisis en obligaciones exigibles y con calendario de pago.

Además, la deuda externa puede clasificarse según varios criterios: quién la emite (pública o privada), la moneda de denominación (nacional o extranjera), el tipo de interés (fijo o variable), el plazo (corto o largo) y el instrumento (bonos, letras u otros). Cuanto mayor es el riesgo de impago, mayor suele ser el tipo de interés exigido por los acreedores.

Una mirada histórica: del boom petrolero a la crisis de 1982

Para entender el problema contemporáneo conviene remontarse a 1973. Ese año el precio del petróleo se multiplicó por cuatro, lo que generó un excedente de liquidez en los países productores. Bancos privados canalizaron esos petrodólares hacia préstamos internacionales con tipos bajos, y cerca del 60% de esos créditos terminaron en economías empobrecidas, incluidas varias latinoamericanas gobernadas por dictaduras que se endeudaron de forma imprudente o deliberada.

A finales de los setenta y comienzos de los ochenta llegaron los golpes: los tipos de interés se dispararon (hasta cuadruplicarse respecto a finales de los setenta), el dólar se apreció, el comercio mundial se enfrió y los productos de exportación del Sur —salvo el petróleo— perdieron valor. En ese contexto se lanzaron los planes de ajuste estructural y se fomentó refinanciar con nuevos préstamos deudas ya impagables, sembrando la catástrofe que culminó en la crisis de 1982, especialmente dura en América Latina.

Durante los años ochenta —conocidos como la “década perdida” para el desarrollo— muchos países destinaron más recursos a atender intereses y amortizaciones que a impulsar su crecimiento. El analista Ignacio Ramonet popularizó la idea de que, metafóricamente, el Tercer Mundo pagaba más por la deuda que por su propio desarrollo, síntesis que refleja bien el círculo vicioso de aquel periodo.

La fuga de capitales agravó el problema al vaciar de ahorro interno a las economías afectadas, estrangulando la inversión doméstica en el peor momento. Con tipos altos, monedas fuertes y términos de intercambio adversos, los países se vieron acorralados por una dinámica de endeudamiento que se retroalimentaba.

Por qué se endeudan los países: causas típicas

No todo endeudamiento externo es negativo. Muchos Estados recurren al crédito internacional para financiar grandes infraestructuras (carreteras, puentes, redes eléctricas) o para afrontar gastos extraordinarios tras un desastre natural. El problema surge cuando el endeudamiento no genera capacidad de pago futura o se ocupa en tapar agujeros recurrentes.

  • Catástrofes y crisis sanitarias: terremotos, huracanes, pandemias o epidemias fuerzan a veces a pedir préstamos para mitigación y reconstrucción.
  • Inversiones fallidas: proyectos industriales o de investigación que no consideran riesgos de mercado pueden terminar sin retorno.
  • Mala administración: déficits persistentes y desorden fiscal alimentan la necesidad de financiación exterior.
  • Negligencia y relajación de criterios: como advirtieron autores como Marc Reffinot, tras el crac del 29 se vivió un fenómeno de sobreendeudamiento que, décadas después, se repitió pese a la experiencia acumulada.
  • “Deuda indigna”: préstamos concedidos y aceptados aun sabiendo que generarían daños graves a la economía receptora y que el acreedor no podía ignorar.

Cuando la deuda no impulsa crecimiento y encima hay que pagar intereses, el resultado es una trampa financiera que puede dejar a un país peor que antes. Por eso la calidad del gasto financiado con deuda es tan importante como el volumen total.

Deuda odiosa y dilemas éticos

Existe una doctrina, la de la deuda odiosa, según la cual un pueblo no debe ser responsabilizado por obligaciones contraídas por gobernantes impuestos por la fuerza, especialmente si se utilizaron para represión o enriquecimiento personal y corporativo. El concepto se aplicó por primera vez en 1898 en el caso de la deuda de Filipinas con España, y ha reaparecido en debates sobre países como la República Argentina.

El jurista Alexander Sack definió en 1927 los criterios para considerar “execrable” una deuda de este tipo, y economistas contemporáneos como Jeff King han sintetizado condiciones similares: falta de beneficio público, ausencia de consentimiento y conocimiento del acreedor sobre el carácter ilegítimo del préstamo. En paralelo, voces morales como la del papa Juan Pablo II y especialistas como Jesús Barcos han condenado el peso injusto de deudas que asfixian a poblaciones vulnerables.

Dimensión cuantitativa: cuánto y a quién se paga

Los números ayudan a dimensionar el reto. En 28 países pobres, la deuda supera el 60% del PIB, lo que dificulta atender necesidades básicas. Según el Fondo Monetario Internacional, el saldo de deuda externa de economías en desarrollo pasó de 617,8 miles de millones de dólares en 1980 a 3.360 miles de millones en 2007.

Si miramos los pagos, entre 1980 y 2006 los países en desarrollo transfirieron a los ricos en concepto de servicio de deuda alrededor de 7.673,7 miles de millones de dólares, cifra muy superior al incremento del propio saldo. Es decir, los desembolsos por intereses y amortizaciones han sido descomunales.

El caso español ilustra la velocidad a la que puede crecer un endeudamiento: según una red ciudadana por la abolición de la deuda externa, en 1970 la deuda era de unos 68.000 millones de dólares y, una década después, rondaba los 577.000 millones. Aun siendo cifras manejables en sus términos iniciales, el cambio de condiciones financieras convirtió estos pasivos en una carga pesada.

La lógica financiera es implacable: a mayor riesgo, mayor interés exigido. En entornos de dólares fuertes, tipos altos y caídas de precios de exportación, la sostenibilidad empeora. De ahí la relevancia de mecanismos de reestructuración y alivio ordenado.

Quién presta y cómo se gestiona

Entre los acreedores institucionales destacan el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF). A nivel de coordinación entre países acreedores, el Club de París ha sido un foro clave para negociar tratamientos de deuda soberana.

Las herramientas para tratar crisis incluyen reestructuraciones, condonaciones parciales, canjes de deuda por inversión social o climática, aportaciones a fondos de reducción de deuda y operaciones de recobro y conversión. Programas como la Iniciativa para Países Pobres Muy Endeudados marcaron pasos, aunque insuficientes para algunos analistas y movimientos sociales.

En España, la Ley 38/2006 regula la gestión de la deuda externa del Estado como acreedor. Establece principios de estabilidad financiera y respeto a las obligaciones contractuales, contemplando medidas extraordinarias —bajo criterios de necesidad y eficiencia— como reestructuraciones o condonaciones en situaciones excepcionales. La política se articula en frentes bilateral y multilateral.

Movilización social, 0,7% y campañas por la condonación

La extensión del problema de la deuda en el último tercio del siglo XX despertó una conciencia colectiva a favor del alivio para países sin capacidad de pago. Entre 1998 y 2000, grandes campañas ciudadanas empujaron por la condonación, con resultados parciales. Algo similar a lo que ocurrió con la reivindicación del 0,7% de la Renta Nacional para la ayuda: logros simbólicos, pero lejos de transformaciones de fondo.

Ese balance, percibido como lavado de imagen por parte de algunos gobiernos, generó escepticismo y resignación en parte de la ciudadanía. A ello se sumó, tras los atentados del 11 de septiembre, una coyuntura internacional centrada en la seguridad que diluyó la visibilidad del tema de la deuda.

Con el tiempo, surgieron nuevas perspectivas, como el análisis de la deuda ecológica del Norte con el Sur, que vincula sostenibilidad ambiental, justicia climática y globalización. Organizaciones como Cáritas, Oxfam Intermón y el Observatorio de la Deuda en la Globalización han mantenido vigilancia sobre un asunto que, pese a avances puntuales, sigue lejos de resolverse.

Diez años después de la cumbre del G8 en Birmingham (1998), la activista Esther Vivas subrayó que las protestas consiguieron avances sobre todo en lo simbólico y en la percepción pública, ligando deuda y pobreza en los países acreedores y señalando la responsabilidad de las instituciones internacionales en los deudores; sin embargo, en el plano institucional los cambios fueron muy limitados.

La agenda internacional reciente: Sevilla y más allá

La financiación para el desarrollo ha vuelto a primer plano. En la IV Conferencia de la ONU celebrada en Sevilla, jefes de Estado y de Gobierno, instituciones multilaterales y sociedad civil trabajaron durante días en torno a un paquete de 130 iniciativas para poner en marcha el llamado Compromiso de Sevilla, aun con la ausencia destacada de Estados Unidos.

El Gobierno español presentó dos propuestas para atajar la crisis de deuda que asfixia a parte del Sur Global, mientras voces de la OCDE —con su secretario general, Mathias Cormann— elogiaron la defensa del multilateralismo en un momento en que resulta difícil, pero más necesario que nunca.

También desde el ámbito filantrópico se destacó la decisión de España de aumentar la cooperación en un contexto internacional de recortes. La reunión no iba de caridad, sino de movilizar más recursos, repensar la arquitectura de la deuda y avanzar hacia un sistema tributario internacional más justo que permita financiar bienes públicos globales.

Varios análisis advirtieron que los países ricos están recortando su cooperación internacional justo cuando el endeudamiento de los más vulnerables aumenta, impidiendo la inversión pública en salud y educación. Otros llamamientos insistieron en que, en una conferencia de la ONU, los gobiernos no pueden limitarse a encubrir deficiencias de un sistema en evidente tensión.

La conclusión editorial de varias crónicas fue nítida: los objetivos son urgentes y alcanzables, pero dependen de una voluntad política que hoy no abunda. Aun así, tras un año de negociaciones, cerca de setenta jefes de Estado y de Gobierno adoptaron compromisos que buscan fórmulas para aliviar deuda, afrontar la emergencia climática y capear recortes en cooperación.

Casos recientes: África, América Latina y tensiones globales

En África, Kenia es un buen termómetro. El país dedica más presupuesto a pagar la deuda que a sanidad y educación, y ha vivido protestas masivas por la presión fiscal, la falta de transparencia y denuncias de corrupción. En junio de 2024, una ola de movilización juvenil tumbó una reforma tributaria diseñada para atender la deuda e implementar recomendaciones del FMI; la respuesta estatal dejó decenas de víctimas mortales entonces y nuevas muertes meses después.

Zambia, primera economía subsahariana en caer en impago tras la pandemia, avanza en su reestructuración, pero los recortes en inversión pública lastran su desarrollo. Aquí se hace visible la tensión entre sostenibilidad de la deuda y necesidades sociales inmediatas.

En el norte de África, Egipto ha multiplicado su pasivo desde 2014 con acreedores como el FMI, el Banco Mundial y, más recientemente, China. El ajuste repercute en servicios públicos, especialmente salud y educación, erosionando el contrato social en un contexto macroeconómico frágil.

En América Latina, Argentina ha combinado acuerdos con el BID (por ejemplo, desembolsos del orden de 1.200 millones de dólares) con presiones de mercado y necesidades de caja. Se han registrado ventas aceleradas de reservas por parte del banco central en momentos de tensión, mientras la política busca respaldos internacionales para afrontar vencimientos. Este pulso se da en medio de debates sobre un régimen cambiario más flexible y la lucha contra una inflación resistente.

El entorno global tampoco ayuda. Algunas decisiones de política económica en grandes economías, con señales erráticas que ahuyentan a inversores, mueven capitales entre regiones. Técnicos europeos han planteado la oportunidad de impulsar eurobonos para atraer ahorro internacional y abaratar la financiación conjunta de proyectos estratégicos.

Ayuda, sanciones y riesgos sistémicos

Una reflexión recurrente en foros recientes es que, si los recursos de las instituciones financieras internacionales siguen destinándose prioritariamente a pagar a acreedores comerciales —en lugar de acompañar inversiones productivas nacionales—, crecerá la probabilidad de nuevos impagos soberanos. Este diagnóstico apunta a reequilibrar prioridades y fortalecer marcos de reestructuración.

El FMI ha señalado que la deuda pública global podría escalar hacia el 100% del PIB mundial al final de la década, niveles no vistos desde mediados del siglo XX. La combinación de shocks geopolíticos —incluida la guerra en Ucrania—, volatilidad energética y endurecimiento monetario explica buena parte de esta dinámica.

En paralelo, la geopolítica incide directamente en finanzas. La apuesta de Washington por sanciones económicas para presionar a Rusia, y las fluctuaciones en su compromiso exterior según el clima político doméstico, alteran expectativas y primas de riesgo. Las relaciones bilaterales, condicionadas a veces por afinidades políticas, pueden inclinar la balanza a favor o en contra de países con vencimientos exigentes.

Instrumentos y principios para salir del atolladero

Más allá del diagnóstico, hay herramientas. Entre las más citadas están los canjes de deuda por acción climática o inversión social, cláusulas de standstill automáticas ante desastres, mayor transparencia en contratos soberanos, y marcos de reestructuración más rápidos e inclusivos que involucren a acreedores privados y oficiales por igual.

La experiencia enseña que el éxito depende de alinear incentivos: que un país reforme y recupere el crecimiento, que los acreedores recuperen lo razonable y que la sociedad vea mejoras tangibles. Sin esto, la deuda se convierte en un freno político, económico y social difícil de justificar.

También es clave fortalecer la gestión interna de la deuda: marcos fiscales creíbles, oficinas de deuda con capacidad técnica, instrumentos en moneda local cuando sea posible y desarrollo de mercados de capitales domésticos. Reducir la vulnerabilidad al tipo de cambio y a los choques externos es parte de la solución.

Política, opinión pública y narrativa

La conversación sobre deuda externa no se libra solo en despachos. Editoriales y tribunas han insistido en que el “salvavidas” de ciertas capitales ofrece oportunidades para reconstruir puentes políticos internos, pactar mínimos con la oposición y dar previsibilidad. Otras crónicas describen subidas de impuestos y recortes de gasto como esfuerzos para tapar agujeros presupuestarios heredados, con costes sociales y políticos no menores.

La cobertura periodística también ha subrayado que la resistencia de países en guerra depende de la ayuda internacional y de la intensidad de los ataques a su infraestructura, variables que influyen en el ánimo de los inversores y en los flujos financieros. En ese marco, la cooperación —o su desmantelamiento— tiene consecuencias humanitarias directas, con millones de vidas en juego.

Como telón de fondo, persiste una discusión europea sobre instrumentos comunes de deuda que reduzcan costes de financiación y refuercen su autonomía estratégica. A escala global, la reconfiguración de cadenas de suministro, las sanciones y los controles financieros reordenan riesgos y oportunidades.

Glosario imprescindible y recordatorios prácticos

Para cerrar el mapa conceptual: la deuda externa es la suma de deuda pública y privada en manos de acreedores extranjeros; la bruta recoge todo lo pendiente y la neta descuenta los activos externos en instrumentos de deuda. No se contabilizan como deuda las posiciones en acciones, los derivados ni el oro monetario en lingotes.

La gestión pasa por elegir bien la moneda, el plazo, el tipo de interés y el instrumento; por conocer que el riesgo se paga caro; y por saber que existen organismos multilaterales —FMI, Banco Mundial, BID y BIRF— que prestan apoyo, aunque la priorización de pagos a ciertos acreedores puede tensionar el desarrollo si no se equilibra con inversión productiva.

Mirado en conjunto, la deuda externa es una herramienta que puede facilitar inversiones transformadoras o convertirse en un lastre duradero. La diferencia la marcan la calidad del gasto financiado, la transparencia, la responsabilidad de quienes prestan y de quienes toman los préstamos, y la capacidad de la comunidad internacional para ofrecer soluciones justas y eficaces cuando las cosas se tuercen.