- El Estado del bienestar articula derechos sociales universales con políticas redistributivas y protección frente a riesgos vitales, desde salud y educación hasta pensiones y desempleo.
- Su evolución histórica pasa por fases de experimentación, expansión y redefinición, con referencias bismarckianas, el plan Beveridge y el giro de los años 80.
- Los modelos nórdico, continental, anglosajón y mediterráneo difieren en universalidad, financiación, eficacia y equidad; el nórdico destaca por combinar ambas.
- España avanzó con hitos clave pero arrastra déficits en cuidados y cohesión; los retos son sostenibilidad social, calidad de servicios y reducción de desigualdades territoriales.
Hablar del Estado del bienestar es hablar de cómo una sociedad decide organizarse económicamente para que nadie se quede atrás. No es solo gasto público, es un pacto político y social que pone a la dignidad, la salud, la educación y la seguridad económica en el centro de la vida colectiva.
Además del uso común, en ciencia política el término tiene matices: se usa también como categoría comparada para analizar lo que hacen los Estados modernos. Ese enfoque empírico permite medir, contrastar y aprender de trayectorias tan distintas como Alemania, Suecia, Reino Unido o España.
Qué entendemos por Estado del bienestar
De forma general, el Estado del bienestar describe arreglos institucionales donde el poder público asume la responsabilidad del bienestar socioeconómico de la población. Esa responsabilidad suele ser amplia (salud, educación, pensiones, desempleo, cuidados) y tiende a proclamarse como universal, accesible a toda la ciudadanía o residentes.
Hay tres formas habituales de entenderlo: como expectativa social legítima de apoyo colectivo, como sistema donde el Estado es proveedor y garante, y como ecosistema mixto en el que cooperan administraciones, mutualidades, sector privado y entidades sociales, con el Estado coordinando y actuando de último recurso.
Su conexión con los derechos humanos ha sido intensa: los derechos económicos, sociales y culturales se han ido integrando en constituciones y marcos legales, hasta desembocar en la noción de ciudadanía social (T. H. Marshall), según la cual la ciudadanía incluye derechos sociales exigibles.
Desde el prisma funcional, sus objetivos abarcan la reducción de la pobreza, la mitigación de riesgos vitales (enfermedad, paro, vejez), la igualdad de oportunidades y la cohesión social. Para ello se combinan políticas redistributivas (impuestos, transferencias) y regulaciones que encauzan mercados y garantizan estándares, buscando eficiencia económica.
Orígenes y evolución histórica
El término welfare state se popularizó en la posguerra con William Temple, arzobispo de Canterbury, contraponiéndolo al warfare state. No obstante, sus raíces son más hondas: en Inglaterra, la asistencia pública se regía por las poor laws; en Francia, los republicanos acuñaron État-Providence; en Alemania, los «socialistas de cátedra» hablaron de Wohlfahrtsstaat.
A finales del XIX, Bismarck impulsó seguros de enfermedad (1883), accidentes (1884) y vejez-invalidez (1889), inaugurando el giro de la beneficencia al aseguramiento social. La Constitución de Weimar (1919) reconoció por primera vez ciertos derechos sociales, sentando bases que luego otros países desarrollarían.
La teoría también avanzó: Adolph Wagner formuló su ley sobre el crecimiento del gasto público conforme el Estado amplía funciones hacia la cultura y el bienestar; Lorenz von Stein defendió la «monarquía social» y Louis Blanc impulsó en 1848 reivindicaciones que anticipaban políticas de protección laboral.
En el plano intelectual, Alfred Zimmern oponía welfare (propio de las democracias) a power (de regímenes autoritarios), y poco después Beatrice Webb, con el informe Beveridge como hito, cimentó la idea de que las carencias masivas requieren respuestas universales y de derechos.
El politólogo Hugh Heclo distinguió cuatro etapas: experimentación (1870-1925), consolidación (1925-1945), expansión (1945-1980) y crisis-redefinición (desde 1980). La experimentación bismarckiana y su cierre con Weimar dieron paso al New Deal y a acuerdos como Saltsjöbaden (1938) en Suecia; tras 1945, Europa democratizada abrazó políticas keynesianas y construyó redes amplias de protección; desde los años 80, las crisis del petróleo, la estanflación y el giro neoliberal forzaron ajustes y reformas.
De la expansión a la crisis y la redefinición
El periodo 1945-1975 —los «Treinta Años Gloriosos»— combinó crecimiento, pleno empleo y ampliación de derechos sociales. El gasto público superó el 40% del PIB en muchos países europeos y el empleo público creció junto a los servicios universales.
Tras 1973, la estanflación retó al keynesianismo y llegaron las recetas de liberalización, privatización y «adelgazamiento» del Estado, asociadas al giro neoliberal. En Reino Unido y Estados Unidos, los gobiernos de Thatcher y Reagan impulsaron cambios profundos. Más allá de intenciones, los resultados incluyeron alzas de desempleo y deudas crecientes; décadas después, la crisis financiera global desembocó en rescates bancarios y endeudamiento público sin precedentes.
Lejos de desaparecer, el Estado del bienestar se reconfiguró: mayor selectividad en algunas prestaciones, copagos en ciertos sistemas sanitarios, fomento de políticas activas de empleo y colaboración público-privada. La UE, en su Libro Verde sobre servicios de interés general, reafirmó el papel del Estado cuando el mercado falla.
Desde una óptica filosófica, Karl Popper destacaba logros como la reducción de la pobreza, el desempleo y la crueldad penal, y enumeraba «males sociales» susceptibles de remediarse por cooperación: pobreza, inseguridad, enfermedad, discriminación, falta de oportunidades, rigidez de clases y la guerra. Esa agenda, aún vigente, exige instituciones robustas.
El mundo conservador ha visto virtudes en la construcción de consenso y en el refuerzo de valores compartidos a través de las políticas sociales; la socialdemocracia, por su parte, concibe el Estado del bienestar como vía reformista hacia mayor igualdad con democracia y protagonismo sindical. Pese a divergencias, en Europa se consolidó una cultura de compromisos transversales.
Fundamentos normativos y debates
Hay tres grandes familias de justificación: la de los derechos (bienestar como derecho social exigible), la del deber (responsabilidad social y bien común) y la pragmática (interés público y utilidad). Marshall, Webb y Beveridge ayudaron a cristalizar el enfoque de derechos, que Rawls reformuló en clave de «justicia como equidad».
Desde el deber, algunas tradiciones subrayan obligaciones morales y sociales de cooperación y asistencia; otras, como la ordoliberal alemana, aceptan un Estado social que garantice reglas y competencia leal pero rechazan el dirigismo. Francia exploró vías dirigistas con fuerte papel estatal en la posguerra.
La aproximación pragmática mira resultados: cohesión social, productividad, ahorro en costes de criminalidad o enfermedad. La inversión social en cuidados, salud y educación genera retornos económicos y ciudadanos, y numerosas evidencias vinculan menor desigualdad con mejores indicadores de salud y convivencia.
Por supuesto, hay críticas: la escuela austriaca y autores liberales alertan de dependencias y distorsiones. Incluso Hayek admitió un «mínimo» de provisión contra riesgos comunes, dejando abierto un arco de políticas compatibles con la libertad económica.
Modelos comparados y tipologías
Clásicamente se distinguen cuatro grandes familias europeas: nórdico, continental, anglosajón y mediterráneo. El nórdico prima la universalidad, la calidad de servicios y las políticas activas, junto con fuerte progresividad fiscal y sindicatos influyentes.
El continental se apoya en seguros sociales contributivos y en un peso alto de pensiones e invalidez; las políticas activas tienen menor protagonismo y existe un importante papel de las negociaciones colectivas.
El anglosajón combina una red básica de seguridad con mayor selectividad y énfasis en incentivos al trabajo; redistribuye menos y tolera más dispersión salarial, aunque su eficacia para reducir pobreza por euro gastado puede ser alta.
El mediterráneo es más tardío, con cobertura fragmentada, protección del empleo elevada y menor gasto en políticas familiares; recurre a jubilaciones anticipadas y su acceso a prestaciones suele estar más condicionado al empleo previo.
Evaluar estos modelos con criterios de Boeri y Sapir (reducción de pobreza, protección de riesgos y recompensas al empleo) arroja un patrón robusto: nórdico y anglosajón puntúan mejor en eficiencia, el primero sobresale además en equidad; el continental gasta mucho con menor eficacia relativa, y el mediterráneo queda rezagado en ambos frentes.
Importa el trade-off entre protección del puesto (EPL) y protección del trabajador (seguros de desempleo): los países nórdicos tienen menor rigidez pero mejor cobertura; los mediterráneos, al revés; los anglosajones confían más en seguros y menos en rigidez; los continentales están algo por encima de la media en ambas.
Métodos de comparación internacional
La literatura —sistematizada por Deborah Mitchell— opera con cinco lentes complementarias: comparación de políticas (diseño y evolución normativa), de ingresos (cuánto se gasta y cómo se financia), de productos (qué reglas y prestaciones se generan), de servicios (financiación, control y entrega) y de resultados (impacto real en la población). El Luxembourg Income Study impulsó el análisis de resultados y Esping-Andersen ayudó a tipificar mundos de bienestar.
El plan Beveridge y su influencia
En el Reino Unido, Ernest Bevin encargó a William Beveridge en los años 40 un informe integral sobre seguridad social. Beveridge propuso cubrir los «cinco gigantes» (penuria, enfermedad, ignorancia, miseria y ocio mal gestionado) mediante cotizaciones sociales universales que aseguraran prestaciones por enfermedad, paro, invalidez y vejez.
Ese informe catalizó reformas desde 1945, con el NHS como emblema y un sistema asistencial potente para quienes no percibían rentas. El modelo británico se convirtió en referencia europea, en paralelo al esquema asegurador de tradición bismarckiana en el continente.
España: construcción, fortalezas y carencias
España transitó por cuatro hitos fundamentales: Ley Dato de 1900 sobre accidentes de trabajo (semilla de los seguros sociales), Ley de Bases de la Seguridad Social (1963) con unificación de seguros, Constitución de 1978 (principio de universalidad) y reconocimiento de prestaciones no contributivas (1990).
Con la Ley 39/2006 nació la «cuarta pata» del sistema (dependencia y cuidados de larga duración), pero la crisis de 2008 golpeó de inmediato su despliegue. En 2021, el gasto público fue el 50,6% del PIB; de él, 40,7% protección social, 14,5% salud, 9,1% educación y 1,4% dependencia: casi dos de cada tres euros públicos fueron a políticas del bienestar.
Ahora bien, desde una perspectiva comparada se aprecian déficits históricos. En pensiones, el esfuerzo ha estado por debajo de la media europea; en sanidad, el gasto público representó durante años un 5,8% del PIB frente a un 7,3% medio, con un peso sobredimensionado del gasto farmacéutico (más del 20%).
La atención primaria ha sufrido presión crónica (pocos minutos por consulta) y la salud pública arrastró carencias en control de riesgos, accidentes laborales y de tráfico, y enfermedades prevenibles. En cuidados y servicios a familias, el déficit fue especialmente acusado: cobertura de guardería 0-3 años y servicios domiciliarios a mayores muy por debajo de países nórdicos o incluso continentales.
Ello recayó sobre las mujeres, con sobrecarga de cuidados y menor participación laboral. Con políticas de cuidados robustas y empleo de calidad, la participación femenina habría crecido millones, elevando cotizaciones e ingresos fiscales y mejorando productividad.
Se han señalado palancas de financiación y eficiencia: un uso masivo de genéricos reduciría notablemente la factura farmacéutica; impuestos finalistas (tabaco, por ejemplo) podrían dotar fondos estables para guarderías y servicios domiciliarios. No faltan recursos, se necesita decisión política y gestión.
Un riesgo subestimado es la «sostenibilidad social»: si las clases medias migran a la provisión privada, se erosiona la legitimidad fiscal del sistema público. El reto es mantener calidad y universalidad que integren a toda la sociedad, porque ahí se juega la cohesión y, de rebote, la eficiencia económica.
Recalibración y recortes: 2000-2013
Entre 2000 y 2004 hubo contención del gasto; entre 2005 y 2010, recalibración institucional; desde mayo de 2010 y, en especial, desde finales de 2011, las políticas de consolidación fiscal derivaron en recortes y reordenaciones (RDL 20/2012) bajo las exigencias europeas.
El impacto fue notable en pensiones (pérdida de poder adquisitivo y seguridad), sanidad (exclusión de colectivos como inmigrantes sin papeles, copagos incluyendo hospitalarios) y educación (LOMCE, recentralización de currículos y evaluaciones; RDL 14/2012 permitió elevar ratios y tasas universitarias).
En servicios sociales, se frenó el despliegue de la dependencia (protección en torno al 0,7% del PIB, lejos del 1% previsto) y creció la dualización a favor de provisión privada. La descentralización tensionó la igualdad territorial (Ley 27/2013 de régimen local alimentó incertidumbres en servicios municipales).
Las rentas mínimas de inserción ampliaron cobertura entre 2008 y 2011, pero en 2012 muchas CCAA endurecieron acceso, cuantías y duración. El mosaico de prestaciones asistenciales —diseños, condicionalidades y lógicas heterogéneas— trata necesidades similares de forma desigual y deja vacíos.
Retos presentes y por venir
La dualización del empleo (trabajos precarios y de baja cualificación frente a perfiles cualificados), el alargamiento del ciclo pasivo por envejecimiento y la incorporación tardía al empleo de los jóvenes presionan gasto y obligan a reformular políticas activas y de cuidados.
Tras décadas de globalización y automatización, la base fiscal vinculada al trabajo se transforma. La UE ha reconocido que, cuando el mercado falla, el interés general exige intervención. En momentos críticos, voces de todo el espectro (desde Merkel a Brown o Sarkozy) reivindicaron el papel del Estado para restaurar confianza.
El crecimiento mundial se desaceleró tras los setenta y la desigualdad aumentó en muchos países. La evidencia vincula protección social inteligente con resiliencia y estabilidad. Invertir en infancia, educación, salud mental, vivienda y cuidados no es un lujo; es estrategia de país.
La sostenibilidad financiera es un desafío gestionable con reformas tributarias, lucha contra la elusión, eficiencia del gasto y priorización de inversión social. La verdadera amenaza es perder el consenso ciudadano. Cuidar la calidad y la legitimidad del sistema es tan crucial como equilibrar las cuentas.
Mirando el conjunto, el Estado del bienestar ha sido una construcción histórica plural que combinó ideas, luchas sociales y pactos entre actores diversos. Hoy sigue siendo el mejor antídoto frente a la pobreza, la inseguridad y la desigualdad, siempre que se adapte con cabeza: universalismo efectivo, servicios de calidad que integren a las clases medias, políticas activas potentes, gobernanza multinivel que reduzca brechas territoriales y una financiación suficiente y justa que refuerce la confianza colectiva.